Era una tarde lluviosa en Ark Town y Lucy no estaba de muy buen humor, ya que estaba calada hasta los huesos. El camino de vuelta del colegio a casa nunca se le había hecho tan largo. No sentía las manos del frío, su abrigo en teoría impermeable había cedido al incesante golpeteo de la lluvia, y sus pies chapoteaban en el interior de sus zapatos.
Le
dio una patada a una lata de Coca-Cola, que desapareció por un callejón a su
izquierda. Lucy levantó la cabeza y miró el callejón con detenimiento. ¿Había
estado siempre ahí? Nunca lo había visto. Giró la vista a la calle donde se
encontraba. Todavía quedaba mucho que andar para llegar al siguiente cruce y
girar a la izquierda en dirección a su casa. Con un poco de suerte la
callejuela tendría una salida al otro lado y se ahorraría todo ese camino.
Sin
nada que perder, se adentró en ella. Los muros grises a los lados estaban
cubiertos de hiedra y musgo. En el pavimento había porquería de todo tipo y
cubos de basura a los lados, a rebosar de desperdicios. Lucy se tapó la nariz y
la boca; aquello apestaba. No tardó en preguntarse si el atajo merecía la pena.
—Más
te vale tener una salida al otro lado —amenazó al callejón con un gruñido.
Entonces
algo llamó su atención. Tras girar la calle ligeramente a la derecha, vio un
cartel de madera sobre un escaparate y una puerta de madera antigua. En el
cartel se podía leer: "La Señora de las Marionetas", y debajo:
"La mejor tienda de títeres artesanales".
Lucy
pegó su rostro al escaparate, observando las bellas muñecas de lana que había
expuestas, con hilos en las extremidades. Al fondo de la tienda había
marionetas más grandes y de todo tipo: personas con diferentes oficios,
caballeros y princesas, dragones, animales de todas las especies...
Lucy
miró la hora. Las tres y media. Todavía tenía tiempo para echar un vistazo sin
que su madre se preocupase. Y quizá dentro habría calefacción...
Abrió
la puerta y unas campanillas anunciaron su llegada. Nadie salió a recibirla. No
había ningún encargado en el mostrador. Lucy se encogió de hombros.
Empezó
a pasear entre los estantes de marionetas, admirando la belleza de cada una de
ellas. Se sentía hechizada por su encanto, casi como si estuvieran vivas.
Llegó
hasta unas escaleras en la esquina derecha. Parecía que la tienda tenía otro
piso, así que subió por ellas. En la nueva habitación lo primero que vio fue un
espejo, donde se encontró cara a cara con ella misma.
Abrigo
negro. Pantalones negros. Zapatos negros. Gorro negro. Y un pelo rojo como el
fuego enmarcando un rostro de piel clara y helados ojos azules. Lucy sonrió.
Ahí estaba ella, la pobre Lucy de padres recién divorciados. La pobre Lucy que
vivía en su mundo, aislada del resto. La pobre Lucy que...
Agitó
la cabeza. Estaba harta de oír la compasión de los demás. Ella estaba bien...
estaría bien. Sólo necesitaba tiempo. Tiempo para... ¿qué?
—¿En
qué te has convertido? —le dijo a su reflejo en el espejo—. ¿Dónde está la Lucy
de siempre? ¿La sonriente, la que siempre ayudaba a todos? Ahora vives entre
lamentos y lágrimas..
Golpeó
el espejo con el puño. Una vez.
Otra.
Otra.
Y
otra más.
El
cristal se resquebrajó. Las esquirlas rasgaron su mano.
—Maldita
sea...
Se
libró de los trocitos de cristal lo mejor que pudo y miró a su alrededor,
buscando una manera de esconder el estropicio. No quería tener que pagarlo...
En
aquella habitación había marionetas de tamaño humano. Era impresionante el
realismo con el que estaban hechas. Casi podía verlas andando y respirando. Sus
ojos miraban al vacío, y todas tenían una mueca de terror en el rostro.
De
pronto, un trueno hizo temblar las ventanas. Empezó a llover aún más fuerte en
cuestión de segundos. Los rayos rasgaron el cielo. La tormenta empeoraba por
momentos.
De
ninguna manera iba a volver a casa con esa lluvia. No iba a empaparse ahora que
estaba medio seca. Sacó el teléfono y le mandó un mensaje a su madre,
explicándole dónde estaba para que la recogiese.
Pronto
recibió la respuesta: Sin problema,
cariño. Enseguida voy... ¡Besos!
Lucy
continuó su paseo entre las marionetas casi humanas. Sus expresiones eran un
tanto perturbadoras. Terroríficas, más bien. ¿Por qué eran tan diferentes a las
marionetas que había visto abajo?
Se
acercó para ver la piel de una mujer anciana. Las arrugas y manchas eran tan
reales... ni siquiera podía ver las costuras y el hilo.
Dio
un paso atrás, irracionalmente asustada.
—Lucy,
¿eres imbécil? —se dijo.
Entonces
sonaron las campanillas en el piso de abajo.
—¿Lucy?
—oyó la voz de su madre.
—¡Ya
voy!
Empezó
a bajar los escalones de dos en dos, ansiosa por volver a su casa, al calor de
la chimenea, y librarse de la ropa mojada. Pero cuando llegó al piso de abajo,
no había nadie.
—¿Mamá?
¿Dónde estás?
Sacó
el móvil para llamarla. Lo mismo no la había oído y había salido afuera...
Marcó el número y esperó. Uno, dos, tres pitidos.
Oyó
el tono del teléfono de su madre. ¿Dónde diablos estaba?
Siguió
el sonido hasta pared cubierta de marionetas ambientadas en el siglo XIX. Venía
de detrás de una de ellas. La apartó, confundida.
—¿Ma...?
Un
chillido calló sus palabras. Ahí estaba su madre, colgando del techo por hilos
negros. Sus ojos mirando al vacío, el rostro congelado en una mueca de terror y
marcas de lágrimas en sus mejillas. Sus manos congeladas atrapaban el teléfono,
como garras espectrales.
Lucy
chilló. Y chilló.
—Pero
mira qué tenemos aquí... —dijo una voz a sus espaldas.
Lucy
se giró... y todo se volvió negro.
Madelaine
no sabía si aquél callejón era el camino correcto, pero sin duda parecía
llevarla más rápido a su casa. La basura apestaba, y la hiedra de los muros no
ayudaba a crear una mejor imagen.
—La
próxima vez voy en el coche de Álex —se dijo, encogiéndose de hombros.
Al
internarse un poco en la calle, se topó con una extravagante tienda. Un cartel
de madera sobre el escaparate rezaba: "La Señora de los Títeres. La mejor
tienda de títeres artesanales".
Madelaine
pegó su rostro al cristal, y sus ojos brillaron a ver una preciosa marioneta al
fondo de la tienda, tamaño humano. Aunque no le hizo tanta gracia ver su mueca
de terror. La miró con detenimiento:
Abrigo
negro. Pantalones negros. Zapatos negros. Gorro negro. Y un pelo rojo como el
fuego enmarcando un rostro de piel clara y helados ojos azules.
Madelaine
entró.
Las
campanillas sonaron.
Y
una criatura en la trastienda se frotaba las manos, riendo entre dientes.